Como toda
disciplina del campo de lo social, la acción del Trabajo Social siempre tuvo
una objetiva dimensión política, aunque no siempre deliberadamente visualizada
por sus agentes. Por cierto, el Trabajo Social siempre operó – compleja y
oscilantemente – entre dos opciones: legitimar o cuestionar el orden social
vigente en un período determinado (Alayon, 2005).
Cuando hay
que elegir entre “lo bueno” y “lo malo”, no hay propiamente una disyuntiva.
Esta surge seguramente cuando hay que optar, elegir u decidir entre dos bienes
morales incompatibles y no cabe duda que esto sucede a los trabajadores que se
desenvuelven en las áreas sociales, sociológicas, psicologías y pedagógicas.
Se dice que el trabajo en nuestro país es precario y discontinuo. Para
quienes ejercemos el Trabajo Social no tan sólo como profesión bien podemos
afirmar que éste se ha vuelto inestable, paupérrimo en sueldos, flexible en la
ejecución y en la implementación de los diferentes programas sociales. Ello
especialmente en el actual gobierno en donde interesa mayormente el impacto a
corto plazo, la foto simple y la lista de asistentes- presentes en una
actividad acordada.
Por nuestra experiencia observamos que no ha habido canales para
modernizar y renovar a las organizaciones de la sociedad en un nuevo contexto
donde el Estado e individuos están ocupando espacios diferentes a los de
antaño. A su vez, sí el Estado ha realizado esfuerzos en aras de fortalecer la
participación ciudadana, los resultados son más bien exiguos. Pese al estallido
masivo y reivindicativo de las manifestaciones estudiantiles del 2011 y las
protestas y copamiento territorial de Aysén, hasta hace poco, nos encontramos
en una suerte de “congelamiento” en la participación ciudadana y comunitaria.
El activismo que realizamos en el campo de lo social-popular muchas
veces atentan contra el buen propósito, que en realidad es fundamental y
decisivo para el logro de nuestros anhelos de cambios y/o de la modificación de
la realidad social.
Acá el problema fundamental, radica en concebir la participación como un
rasgo inevitable a las políticas sociales y como un aporte funcional al
desempeño de las mismas. Pero en lo esencial, ello no ocurre reconociendo que
la ausencia de participación ha ocurrido con todos gobiernos en la última
década, por tanto, la participación es valorada sólo en tanto aporta a
iniciativas que son decididas, diseñadas y controladas por el Estado.
Contraponiéndose a ésta mirada, Palma (1998), expresa que “la
participación debe constituir una práctica cuyo propósito sea contribuir al
desarrollo de las personas que participan”. Una política legítimamente
participativa las incorpora con iniciativa y responsabilidad, lo que es
distinto de considerarlas como usuarios (beneficiarios) que
"participan" sobre la base de cursos de acción controlados y
preestablecidos por otros.
Al repasar, por ejemplo, la razón del Trabajo Social aflora una pregunta
sin respuesta: intervenimos para mantener el statu quo o para cambiar la
situación actual.
Sí hablamos de cambio social, debemos revisar y reflexionar las acciones
dirigidas a la comunidad. En otras palabras, la acción social es aquella que se
orienta por las acciones de otros, las cuales pueden ser pasadas, presentes o
esperadas como futuras.
El cambio social, como propósito de la intervención comunitaria pretende un cambio en el sentido de propiciar un mejoramiento en las condiciones de vida de los sujetos (objeto de la intervención). En este sentido, la orientación se encamina a una acción desarrollista más que asistencialista, buscando la emergencia de todas las potencialidades posibles de los beneficiarios de un programa, en favor de su fortalecimiento, en cuanto a su capacidad para transformar la realidad, a través de la propia transformación.
La participación social pasa entonces, por la ruptura asimétrica existente entre los servicios y programas sociales y la comunidad. Para ello es necesario democratizar el poder, ampliando los espacios de decisión de quienes han sido excluidos históricamente de la posibilidad de influenciar en ésas materias.
Para que nuestras acciones tengan impacto, es necesario y relevante generar vínculos con las personas para construir experiencias de autonomía, identidad, confianza y lealtades. El desafío del Trabajo Social es construir esos vínculos necesarios. Vínculos que son de dos tipos: uno tiene relación con el propio vínculo que genera el trabajador social en diferentes espacios y el segundo, el que genera la propia comunidad, es decir, en el terreno donde se encuentran las personas. Por tanto, el vínculo es una relación empática, asertiva, afectiva y sobre todo, con una escucha atenta, que ponga atención sobre lo que él otro está diciendo.
El desafío de hoy y no cabe duda de mañana, no tan sólo del Trabajo
Social sino de las profesiones sociales debiese ser una ruptura epistemológica
en cuanto al actuar frente a las comunidades, en el marco de una “Nueva
Cuestión Social”. Ante el desafío se enfrentan dos posturas claramente
identificables, una conservadora como es la Neofilantropía que pretende
reinstaurar una mirada parcial de los problemas sociales despojados de su
carácter relacional y social; y la otra, de corte más progresista, como es la
Ciudadanía, que tiene como núcleo duro la recuperación no sólo de la noción
sino de la práctica de la ciudadanía como derechos y responsabilidades, como
factor de integración social, respeto por las diferencias, de construcción de
igualdad y de emancipación.
He aquí el desafío mayor.
He aquí el desafío mayor.
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